miércoles, 30 de septiembre de 2009

Crónica de Ulrico Schmild
En 1535, Ulrico Schmidl se enroló en la expedición de Pedro de Mendoza que resultaría en la primera fundación de Buenos Aires. Luego de veinte años recorriendo “el Paraíso de las selvas del Paraguay y el Chaco”, este arcabucero alemán publicó una crónica de aventuras ya legendaria, la primera escrita sobre esa Buenos Aires fallida cuyos restos nunca se pudieron encontrar.Por Ulrico SchmidlEn que se trata de la ruta y viaje que yo, Ulrico Schmidl, de Straubing, hice en el año 1534, A.D., partiendo el 2 de agosto de Amberes, arribando per mare a España y más tarde a Las Indias, todo por la voluntad de Dios Todopoderoso. También de lo que ha ocurrido y sucedido, a mí y a mis compañeros, como se cuenta más adelante.Primeramente habréis de saber que desde Amberes hasta España tardé catorce días, llegando a una ciudad que se llama Cádiz. Desde Amberes hasta dicha ciudad de Cádiz, se calcula que hay cuatrocientas leguas por mar. Cerca de esta ciudad había catorce buques grandes, bien pertrechados con toda la munición y bastimentos necesarios, que estaban por navegar hacia el Río de la Plata en Las Indias. También se hallaban allí dos mil quinientos españoles y ciento cincuenta entre alto-alemanes, neerlandeses y austríacos o sajones y nuestro supremo capitán, de alemanes y españoles, se llamaba don Pedro Mendoza.Así partimos de Sevilla en el año 1534 en catorce buques con el dicho señor y capitán general don Pedro Mendoza. El día de San Bartolomé llegamos a una ciudad en España que se llama San Lúcar, a veinte leguas de Sevilla. Allí hemos quedado anclados, a causa de la fuerza del viento, hasta el primer día de septiembre de dicho año.VI Desde allí zarpamos al Río de la Plata y después de navegar quinientas leguas, llegamos a un río dulce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros catorce buques y de inmediato nuestro capitán general don Pedro Mendoza ordenó y dispuso que los marineros condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los buques grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de arcabuz de la tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes.Desembarcamos en el Río de la Plata el día de los Santos Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamados Charrúas, que eran como dos mil hombres adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Estos abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en cueros, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las rodillas. Entonces don Pedro Mendoza ordenó a sus capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se la pusiera al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no tiene más de ocho leguas de ancho.VII Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman Querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron pescados y carne para que comiéramos. También estas mujeres llevan un pequeño paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos Querandís no tienen paradero propio en el país sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos en nuestro país. Cuando estos indios Querandís van tierra adentro, durante el verano, sucede que muchas veces encuentran seco el país en treinta leguas a la redonda y no encuentran agua alguna para beber; y cuando cogen a flechazos un venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en algunos casos buscan una raíz que llaman cardo, y entonces la comen por la sed.Cuando los dichos Querandís están por morirse de sed y no encuentran agua en el lugar, sólo entonces beben esa sangre. Si acaso alguien piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y así lo dejo dicho en forma clara.Los susodichos Querandís nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce días, y compartieron con nosotros su escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir. Entonces nuestro capitán don Pedro Mendoza envió enseguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquellos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento. Cuando dicho alcalde volvió a campamento, tanto dijo y tanto hizo, que el capitán don Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta jinetes bien pertrechados; yo estuve en ese asunto. Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza que su hermano don Diego Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los nombrados Querandís, ocupando el lugar donde éstos estaban. Cuando allí llegamos, los indios eran unos cuatro mil, pues habían convocado a sus amigos. Y cuando quisimos atacarlos, se defendieron de tal manera que nos dieron bastante que hacer; mataron a nuestro capitán don Diego Mendoza y a seis caballeros; también mataron a flechazos alrededor de veinte soldados de infantería. Pero del lado de los indios murieron como mil hombres, más bien más que menos. Los indios se defendieron muy valientemente contra nosotros, como bien lo experimentamos en propia carne.Dichos Querandís usan, como armas, arcos y flechas; éstas son como medias lanzas, que en la punta delantera tienen un filo de pedernal. También usan una bola de piedra, sujeta a un largo cordel, como las plomadas que usamos en Alemania. Arrojan esta bola alrededor de las patas de un caballo o de un venado, de tal modo que éste debe caer; con esa bola he visto dar muerte a nuestro referido capitán y a los hidalgos: lo he visto con mis propios ojos. A los de a pie los mataron con los aludidos dardos.Allí se levantó una ciudad con una casa fuerte para nuestro capitán don Pedro Mendoza, y un muro de tierra en torno a la ciudad, de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la mano. Este muro era de tres pies de ancho y lo que hoy se levantaba, mañana se venía de nuevo al suelo; además la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez, al extremo que los caballos no podían utilizarse.Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido. Sucedió que tres españoles robaron un caballo y se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo, se les prendió y se les dio tormento para que confesaran. Entonces se pronunció la sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se los colgara de una horca. Así se cumplió y se les ahorcó. Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron. También ocurrió entonces que un español se comió a su propio hermano que había muerto. Esto sucedió en el año 1535, en el día de Corpus Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires......
El hambre de Manuel Mujica Láinez
Este es el primer cuento del libro Misteriosa Buenos Aires, escrito por Manuel Mujica Láinez en 1951. Contiene 42 historias que van desde 1536 hasta 1904; o sea, desde la fundación hasta la época del "esplendor" señorial de principios del siglo XX. Esta es, sin duda, la más truculenta.
Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
Recursos fónicos, sintácticos y semánticos
El proceso de escritura es sumamente rico y variado; cuenta con múltiples recursos que pueden definirse, según sus enfoques, en fónicos, sintácticos y semánticos. Como su nombre lo indica, los recursos fónicos están vinculados con el aspecto auditivo de palabras y frases, es decir, con la búsqueda estética a partir de los sonidos de las palabras. En cuanto a los sintácticos, se trata de aquellos recursos que se construyen a partir del orden de las palabras en la oración, como se distribuye cada lexema en la frase, en relación con los otros que lo acompañan. Finalmente, los recursos semánticos son lo que trabajan sobre los significados.
A continuación se ofrece un listado amplio de algunos de estos recursos con el único objetivo de cargar de colores y tonos la paleta del autor. Si bien no es el tema central de este módulo, crees que puede ser de utilidad tener estos recursos a disposición, a fin de ampliar las posibilidades narrativas.

Recursos fónicos
En cuanto a este tipo de recursos, tal como su nombre lo indica, se apoyan en los aspectos fónicos del lenguaje. Por lo tanto, corresponden a este tipo de recursos aquellos que intentan generar sentidos a partir del trabajo con los sonidos:

· Aliteración: repetición de un sonido o grupo de sonidos, de manera clara, en un verso, una estrofa o una frase: “El ruido con que ronca la ronca tempestad” (José Zorrilla).
· Onomatopeya: Se da cuando la aliteración pretende imitar sonidos o ruidos de la realidad: “En el silencio sólo se escuchaba / Un susurro de abejas que sonaba” (Garcilaso de la Vega).
· Paranomasia: combinación de palabras de pronunciación muy parecida; originan interesantes modificaciones del significado: “Presa del piso, sin prisa, / pasa una vida de prosa” (Miguel de Unamuno).

Recursos sintácticos
Como ya señalamos más arriba, y como se verá en lo que sigue, los recursos sintácticos se llaman así porque están vinculados con el modo en que se organiza la oración. Es decir que no “juegan” ni con los sonidos, ni con el significado de las palabras, sino que intentan aportar al texto desde el ordenamiento interno de la cláusula.
A continuación presentamos un conjunto de definiciones de recursos sintácticos, acompañados de ejemplos que ayudan a entender de qué se trata:
· Anáfora: repetición de una o más palabras al principio de un verso o de una frase: “Dime, dime el secreto de tu corazón virgen, / dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra” (Vicente Aleixandre).
· Asíndeton: omisión deliberada, con fines rítmicos o estéticos, de los enlaces que unen oraciones o palabras: “Acude, corre, vuela, / traspasa el alta sierra, ocupa el llano” (Fray Luis de León).
· Elipsis: supresión de alguno de los elementos de una frase: “Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo: / por un beso... ¡Yo no sé qué te diera por un beso!” (Gustavo Adolfo Bécquer).
· Enumeración: acumulación de palabras para concretar cierta descripción, de lugar, un objeto, un estado de ánimo o cualquier otra: “El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas” (Miguel de Cervantes).
· Hipérbaton: alteración del orden normal de las palabras en un enunciado: “Era del año la estación florida” (Luis de Góngora).
· Paralelismo: repetición de una estructura: “Los suspiros son aire y van al aire, / las lágrimas son agua y van al mar” (Gustavo Adolfo Bécquer).
· Perífrasis: rodeo para expresar algo que se puede decir de una manera más breve: “Y a toda prisa entraba el claro día” (Amanecía) (Alonso de Ercilla).
· Pleonasmo: se usan de palabras aparentemente innecesarias para intensificar la sensación que se pretende expresar: “Temprano madrugó la madrugada” (Miguel Hernández).
· Polisíndeton: reiteración o multiplicación de los nexos conjuntivos: “Hay un palacio y un río,/ y un lago y un puente viejo” (Juan Ramón Jiménez).
· Reduplicación: repetición inmediata de una palabra: “Me voy, me voy, me voy, pero me quedo” (Miguel Hernández).

Recursos semánticos
Finalmente, este tercer grupo de recursos se organiza a partir de los significados de las palabras y de los juegos con el sentido que se puedan generar a partir de la combinación de distintas palabras en una frase o más:

· Antítesis o Contraste: contraposición de dos palabras o ideas de significado contrario: “Y es justo en la mentira ser dichoso / quien siempre en la verdad fue desdichado” (Juan Boscán) y “Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando tú cantas” (Cervantes).
· Apóstrofe: invocación a una persona o a un ser inanimado: “Para y óyeme, ¡oh sol!, yo te saludo” (Espronceda).
· Comparación o símil: relación de semejanza entre un término real y otro imaginado, aparecen unidos por una partícula: “¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas / como el pájaro duerme en las ramas!” (Gustavo Adolfo Bécquer).
· Epíteto: adjetivo explicativo, innecesario; destaca una cualidad que ya está implícita en el nombre al que acompaña; suele ir antepuesto: “Por ti la verde hierba, el fresco viento, / el blanco lirio y colorada rosa” ( Garcilaso de la Vega).
· Hipérbole: exageración de la realidad, destinada a engrandecer o empequeñecer: “La cama tenía en el suelo y dormía por lado por no gastar las sábanas” (Francisco de Quevedo).
· Ironía: afirmación de lo contrario de lo que se quiere dar a entender: “El humor no nos hace felices pero nos compensa de no serlo” (Bernardo Ezequiel Koremblit).
· Metáfora: identificación de dos términos, uno real yotro imaginario; se fundamenta en la semejanza entre ambos: “Un pájaro vivía en mí. / Una flor viajaba en mi sangre. / Mi corazón era un violín” (Juan Gelman).
· Metonimia: sustitución del nombre de una cosa por el de otra con la que guarda relación de proximidad: “Un Picasso” en lugar de “un cuadro de Picaso”.
· Sinécdoque: descripción de la parte por el todo o el todo por la parte: “conceder la mano”.
· Paradoja: contradicción aparente: “No creo en Dios, pero lo extraño” (Julian Barnes).
· Prosopopeya: también llamada personificación; es la atribución de cualidades humanas a seres inanimados: “La noche llama temblando al cristal de los balcones” (Federico García Lorca).
· Sinestesia: atribución de las cualidades propias de un sentido a otro: “¡Qué tranquilidad violeta!” (Juan Ramón Jiménez) y “La esperanza es esa cosa con plumas” (Emily Dickinson).
Perspectiva:Focalización y Punto de vista
La clasificación
Hay tres tipos principales de focalización:

a) Focalización cero: es el caso del narrador omnisciente, que sabe todo de los personajes, incluidos los sentimientos más íntimos. Se llama “cero” porque no focaliza en ningún lado en particular, es decir, su mirada no está sesgada por un punto de vista preciso, sino que lo abarca todo. Tal es el caso, por ejemplo, de la focalización característica de las novelas clásicas, en las que predomina una visión panorámica, pues el narrador lo sabe todo.

b) Focalización externa: este modo de focalización se da cuando el narrador es ajeno a los acontecimientos y sabe menos que el personaje, como en el caso de las novelas policiales y las de aventuras.
En estos casos, no se pone foco en un personaje ni se puede interpretar lo que ocurre: el relato parece objetivo, pero solo porque está limitado a lo exterior y no puede ver más allá. Un caso especial es el de las novelas escritas en modo dramático –según lo denomina Norman Friedman–, de puro diálogo, con escasas descripciones.

c) Focalización interna: finalmente, este modo es el que ocurre cuando se pone el foco en algún personaje, cuyo punto de vista adopta el narrador.
Este efecto puede darse de diversas maneras. Puede haber, por ejemplo, un narrador impersonal que adopta sucesivamente la perspectiva de varios personajes (como en Pedro Páramo, de Rulfo) o varios narradores que adoptan distintos puntos de vista sobre un mismo acontecimiento (como en Rosaura a las diez, de Denevi): en este caso, su focalización es relativa. Si se trata de una focalización interna sobre la primera persona protagonista, el punto de vista del narrador es el del personaje con el que se identifica (lo que tiene sus inconvenientes, pues al ver solo por los ojos del protagonista, tiene una mirada directa y, por lo tanto, subjetiva.
El modo de narración

Como dijimos, el modo en que se narra tiene que ver con la perspectiva –que indica qué ve y desde dónde mira el narrador– y la distancia, que se manifiesta en el estilo narrativo que usa.

Perspectiva: focalización y punto de vista
Si un relato tiene un narrador, una persona que habla, también tiene un punto de vista o focalización, es decir, una perspectiva desde la cual se hace el relato. Cuando leemos, no solo debemos preguntarnos quién habla, quién es el narrador; también es importante que reparemos en “quién ve” –para usar los términos de Genette–; desde la perspectiva de qué personaje se narra.
Esta distinción entre voz (la identidad del narrador) y punto de vista (la focalización, el ángulo desde donde mira) no es ociosa, pues el narrador tanto puede hablar desde su propia manera de ver las cosas, como desde un punto de vista indefinido o el de un personaje. En la narración, incluso, puede cambiar de foco.
El tiempo en que se narra
Ya dijimos que el tiempo del relato no es igual al tiempo de la historia. Tampoco, necesariamente, se narra siempre en un único tiempo.
En función del relato, tenemos las siguientes posibilidades en cuanto a la temporalidad de la narración:

a) Ulterior. Este es el tiempo más usado: el narrador cuenta algo que ya ocurrió. Quien narra los hechos lo hace desde un tiempo futuro en relación con el momento del pasado en que sucedió la historia, que se repone retrospectivamente. Las fórmulas de apertura de los cuento clásicos se orientan en esta línea al situarse “En un tiempo muy muy lejano…”.

b) Anterior. En este segundo caso, se cuentan hechos que ocurrirán en un tiempo posterior al momento de la narración; por ejemplo, en el caso de profecías, visiones y sueños anticipatorios que se incluyen en algunos relatos. “Acabo de emplear todo mi capital, o sea cien dracmas, en la compra de cristalería. Es seguro que lograré venderla en doscientos dracmas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé en cuatrocientos dracmas”, dice El-Aschar, quinto hermano del barbero, en Las mil y una noches.

c) Simultánea. La narración se hace en el mismo momento en que ocurren los acontecimientos, como en los casos de fluir de la conciencia o en algunos cuentos fantásticos (no confundir con los relatos hechos en presente histórico). “Yo despierto... Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro”: así comienza La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.
El efecto particular que genera este tipo de utilización de la temporalidad es que se genera cierto suspenso en los hechos que se narran. El lector tiene la sensación de estar viviendo, palabra a palabra, la historia de los personajes a medida que sucede: como ellos, no puede predecir nada de lo que pasará ni recuperar hechos del pasado, sino que experimenta junto a ellos sus acciones y emociones.

d) Intercalada. Este modo de narración Implica saltos en el tiempo. El ejemplo típico es el de las novelas epistolares, pero no es el único caso. “Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: ‘Parece que te hubieran lambido las vacas.’ El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.” Este ejemplo pertenece al cuento “Nadie encendía las lámparas”, del uruguayo Felisberto Hernández. En este caso, un hecho puntual de la historia genera un salto temporal hacia el pasado, que luego se compensa con un regreso al tiempo de partida.
Este modo de narrar, saltando de un tiempo a otro dentro del universo de lo narrado, termina siendo más dinámico: los movimientos en el tiempo le exigen al lector un rol más participativo, porque estará a su cargo la reconstrucción de la linealidad de los hechos, que se presentan fragmentariamente, como en un mosaico.
Tipos de narradores y niveles narrativos
El narrador siempre forma parte del universo de ficción, y aunque a veces el lector confunda esa voz narrativa con el autor del texto –sobre todo si el propio autor se incluye a sí mismo como personaje–, el narrador siempre se nutre de la ficción y la nutre. Es decir que lo primero que debe tenerse en cuenta es que, así como un autor inventa los ambientes, los personajes o los hechos, también inventa un narrador. Quién contará la historia (si será un personaje de la trama o no, por ejemplo) y de qué modo lo hará son parte de las decisiones estéticas del autor, pensadas en función de los efectos de lectura que se proponga generar.
Se puede armar una taxonomía del narrador de acuerdo con diversos criterios: según su posición con respecto a lo que narra, según qué persona habla, según la cantidad de información de que dispone.
De acuerdo con la posición que ocupa, podemos hablar de narrador homo o heterodiegético. Diégesis quiere decir “historia”, por lo que el narrador homodiegético forma parte de la historia que cuenta, ya sea como protagonista o como testigo de los hechos; mientras que el heterodiegético, en cambio, cuenta los acontecimientos desde fuera, no está presente como personaje.
De acuerdo con qué persona habla, en términos gramaticales y de rol narrativo, tenemos las siguientes opciones:

a) En primera persona: el narrador es un personaje, por lo que su conocimiento de la historia nace en sus vivencias. Forma parte de ese universo narrativo y es, por lo tanto, un narrador homodiegético:

1. Narrador protagonista: es el personaje central, cuenta su propia historia, aquello que le ocurre; aquello que siente. “Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir”: Dagón, de H.P. Lovecraft, es un buen ejemplo

2. Narrador testigo: el narrador cuenta la historia desde su punto de vista, aunque no la protagonice. Arthur Conan Doyle ponía como narrador al doctor Watson. Por ejemplo, en El carbunclo azul comienza así: “Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré…”

b) En segunda persona: esta es quizá la forma más complicada de narrar. En este caso, el narrador (que puede ser tanto homodiegético como heterodiegético) se interpela a sí mismo, a otro personaje o al propio lector. “Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más”. Así empieza Aura, de Carlos Fuentes Otro ejemplo muy interesante es El amor propio de Juanito Osuna, de Miguel Delibes

c) En tercera persona: Se trata de un narrador ajeno a los hechos que cuenta (es, por lo tanto, necesariamente heterodiegético). No tiene una forma física; no es un personaje.
La novela decimonónica se caracteriza puntualmente por este tipo de narración, pero aún hoy es la más extendida. La tercera persona supone, además, una cierta imparcialidad y una objetividad que da verosimilitud, aun en casos como el que planteó Franz Kafka en La metamorfosis: “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.”[5] No hay duda allí: si el narrador lo dijo, ocurrió.

Otro modo de taxonomizar los tipos de narradores es pensar en la cantidad de información de que dispone. Si bien suele haber correlaciones entra la persona que cuente los hechos, su presencia o no dentro de la historia y la cantidad de información que maneja quien narra, esta relación no es siempre ni necesariamente unívoca. Por eso, este es uno más de los factores a los que hay que atender cuando se escribe o se lee una narración ficcional. Veamos cómo puede establecerse tal clasificación, que toma como parámetro al protagonista de los hechos:

a) Narrador omnisciente. Este narrador también es llamado omnipresente, ya que todo lo sabe, todo lo ve, todo lo conoce; por eso se lo compara con la mirada divina. Esta voz cuenta la historia con total amplitud, ya que la conoce desde todos los aspectos: personajes, trama, escenarios. El narrador omnisciente es absolutamente verosímil, porque dispone de toda la información posible.
Generalmente, el narrador omnisciente se construye en tercera persona del singular, y es heterodiegético. Esto quiere decir que está fuera de los hechos que se narran: no participa de la historia que cuesta, sino que es más bien una especie de ojo externo que todo lo ve y todo lo sabe. Por eso, el narrador omnisciente tiene la capacidad de contar qué están pensando o sintiendo los personajes, por ejemplo, en distintas situaciones.
Para ilustrar este primer tipo de narrador, tomaremos el ejemplo de ”Caperucita Roja”, la obra de Charles Perrault, ya que los cuentos clásicos son los que más fuertemente explotan este recurso. En efecto, el relato se abre con el siguiente párrafo, que nos sitúa de lleno en el estilo narrativo del autor:

“Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja.”

Datos como que Caperucita Roja es la niña “más bonita que jamás se hubiera visto”, o que “su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía” solo son accesibles para un narrador omnisciente, ya que está autorizado a hablar sobre lo que sienten o piensan los personajes –en este caso, la madre y la abuela de la protagonista–, tanto como para ponderar un hecho a lo largo de tiempo (el hecho de que Caperucita sea la más linda que jamás se hubiera visto). Este recurso sirve en el cuento para crear verosimilitud, ya que nadie dudaría de la palabra de un narrador tan informado; además de que es un excelente recurso para explicitar al lector una serie de datos que pueden resultar relevantes para la comprensión de la historia, tal como sucede más adelante: “Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca.”

b) Narrador equisciente. Este narrador tiene una mirada parcial de la historia. En general, para construir este tipo de narradores se suele focalizar en el punto de vista de uno de los personajes, quien va narrando los hechos a medida que suceden. Por eso, el narrador equisciente no puede predecir lo que pasará (a lo sumo, puede hacerlo en términos de una especulación incierta) ni puede reponer hechos del pasado que no tengan que ver directamente con él o con lo que le dicen otros personajes. Su tiempo por excelencia es el presente.
Por ejemplo, “Macario”, cuento de Juan Rulfo, está narrado desde el punto de vista del personaje que le da nombre a la historia, su protagonista, quien va contando los hechos según lo que conoce o recuerda. Otra característica del narrador equisciente es que puede conocer los pensamientos del protagonista, pero no del resto de los personajes y que puede reparar en algunas cosas que se le escapan al protagonista.

c) Narrador deficiente: por supuesto, tal como adelanta su nombre, este narrador conoce acerca de la historia menos que el protagonista. En este caso, quien narra los hechos registra sólo lo que puede ser visto y oído, sin penetrar en la mente de ninguno de los personajes. También se lo denomina “narrador objetivo” porque no incluye ninguna subjetividad (propia ni de ningún personaje). Este tipo de voz narrativa conoce un poco menos de la historia que el narrador equisciente: cuenta lo que vio, lo que escuchó; solo una parte de la historia, la que tiene desde su propia perspectiva. En este caso, el narrador sabe del personaje menos que el propio personaje y, en ocasiones, incluso menos que el lector.Es un recurso muy útil –lo mismo que el del narrador equisciente– en cuentos o novelas policiales, en las cuales el narrador suele conocer una parte de la historia, pero nunca la totalidad, y es precisamente ese hecho el que crea el suspenso: a veces el narrador sabe más que el lector, pero en otros momentos sabe menos. El secreto del policial es que el lector va construyendo el universo a medida que avanza en él.